El último Bizantino
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En la antigua librería Bocca, cerca del Duomo milanés, asistí la semana pasada a un curioso debate historiográfico con el pretexto de celebrar la reaparición de un libro definitivo sobre Piero della Francesca: L´enigma di Piero (Rizzoli), de Silvia Ronchey, acreditada docente de cultura bizantina en Siena y una de las mentes más activas en lo que llamaríamos alta divulgación cultural, que la autora desarrolla en la RAI con creciente atención de crítica y público. Piero della Francesca es un notable ejemplo de la síntesis artística del Quattrocento. Trabajó en Ferrara, Arezzo, Roma y Urbino - pintor de Federico de Montefeltro- y quizá se formara en Florencia. Olvidado pronto, fue descubierto en los inicios del siglo XX y su figura hermética ha deslumbrado a los historiadores. Tratadista y argumentador de la perspectiva y en las innovaciones del primer Renacimiento, supo describir como nadie el proceso de organización científica de la representación con criterios modernos: los colores insinúan volúmenes, la línea responde al juego de planos abiertos en profundidad. Se me escapan, sin embargo, los motivos de una fascinación que compartieron Berenson, Roberto Longhi, Lord Clark, André Chastel y Carlo Ginzburg, autores de polémicos estudios sobre el pintor. Berenson supo captar con perspicacia su "inelocuencia formal", un arte sobrio que evita el énfasis realista y la expresividad naturalista, para darnos unas imágenes hieráticas de gestos emblemáticos y significados opacos. Para Longhi, era un pintor espontáneamente arcaico, de mirada clásica, que perseguía los mejores objetivos para ese arte que llamaremos renacentista. Chastel detectó en la obra de Piero la visualización del imago mundi de la corte del duque de Urbino, la elaboración de una nueva simbología artística que aunaba el acertijo medieval con la visión alegórica de las inquietudes del momento. Y este es, quizás, el hilo de la investigación que apunta Ginzburg en su trabajo sobre lo "no visto" en la pintura de Piero, la sutil simbología cifrada en la imagen, que ha desarrollado la señora Ronchey en su deslumbrante descripción de un cuadro elíptico: La flagelación de Cristo (Galería Nacional de Urbino). La lectura que nos propone Silvia Ronchey insiste en considerar La flagelación como una de las pinturas más extraordinarias del arte occidental. Un enigma, pero por razones de peso. Es un efectista relato que usa las técnicas del thriller: la autora identifica cada uno de los personajes representados a la luz del turbulento final del imperio romano oriental. El brutal enfrentamiento entre el cristianismo y el islam que marcó los orígenes de la Europa moderna, al extremo de invocar el espíritu de cruzada, de recuperación de las fronteras de la romanidad en una ideología trascendente y globalizadora que llamamos Iglesia triunfante. ¡Recuperar Bizancio! Se trataba de traducir los logros de la romanidad en una fuente de inspiración de la moral civil cristiana y convertirla en un proyecto elaborado - el Renacimiento- que en Italia definieron los humanistas. Pero para ello, y este es el descubrimiento de Ronchey, parecían necesarios la integración en el nuevo proyecto de la evasiva estética bizantina y los residuos del helenismo refigurados con impronta cristiana en Bizancio a lo largo de mil años. De ahí el énfasis de la "leyenda áurea terrenal" que la flagelación de Cristo representa y el carácter complejo de los gestos y actitudes de los personajes, sometidos a los ardides del cardenal Besarión, para recuperar el renacer cristiano en una hábil estrategia de enlaces, pactos, conjuras y traiciones entre las cortes en diáspora: el clan bizantino, los Comnenos, Lascaris, Cantacuzenos y Paleólogos, a la búsqueda de legitimación y poder entre los estados principescos: Ferrara, Mantua, Urbino, cegados por el esplendor mercantil de Venecia. Enfrentados todos a la soberbia pontificia. Una trama inextricable de intrigas que Besarión supo dominar con férreas convicciones culturales: su legendaria biblioteca, heredera de los últimos códices griegos, acabó en Venecia alcanzando la aureola del ejemplo. Su visión era el crisol entre Oriente y Occidente, pese a las astutas confabulaciones de Montefeltro y el Papa para hacerse con el legado. Era un modelo de divina ciudad Estado, con el apoyo callado del neoplatonismo y la transfiguración ideal de la autocracia bizantina en una nueva república: constitución mixta en la que la monarquía, aristocracia y democracia no son excluyentes y se ajustan en su política a las teorizaciones de Platón y Aristóteles. En La flagelación,la escena de fondo simboliza Constantinopla, ahogada por inexpugnables columnas. El cuerpo de Cristo es la Iglesia, y Pilatos en su trono es Juan Paleólogo el Emperador. El sultán turco, de espaldas, ordena el suplicio. Sin embargo, el perfil de Pilatos es el de Besarión, el de la barba partida. Al fin de su vida, Besarión, "con más coraje que fuerza", confió su biblioteca a Montefeltro con la promesa de depositarla en Venecia. Un arriesgado pero genial gesto de cordura, que evitó de este modo su dispersión en manos de la ansiosa curia vaticana. El duque cumplió la voluntad testamentaria y prudentemente añadió un inventario de los bienes que acompañaban a los libros. Incluso tuvo el gesto sentimental de encomendar a Pedro Berruguete un retrato del cardenal Besarión, sin la deformación aguda de la nariz, como exigía la malignidad de sus contemporáneos. El imperio veneciano mantuvo a las puertas del Adriático el viejo motivo bizantino, el equilibrio entre Oriente y Occidente. La sombra de Bizancio. La cruzada fantasma se disipó en el tiempo, y quién sabe si merced al diálogo de poderes sin nombre que representó Piero en La flagelación,sin que apenas nos diésemos cuenta. Un misterioso mensaje visual y metáfora del hundimiento de un mundo. La flagelación es el retrato de una idea. La representación visual del pensamiento del meditabundo Pilatos-Besarión que tan bien entendió Huxley como una invocación al humanismo: "Piero parece haberse inspirado en lo que podríamos llamar religión de Plutarco - no se trata del cristianismo, sino de todo aquello que debemos admirar en el hombre…-. Una alabanza a la dignidad humana". El sueño de Besarión de Nicea.